Hay días en los que se amanece cansado, desganado, con esa singular sensación que adormece nuestros sentidos para dejar como único sentir latente a aquella necesidad infructuosa de dejarse caer en el lecho, y permitirle al tiempo que se escape, sin emitir queja alguna, ni razonar los porqués de ese pesaroso sentimiento ¿Sentimiento? Esa falta de sentires. Ese deseo de no realizar actividad alguna, cual ente inanimado. Quizá en un vago intento de ralentizar el tiempo, atarlo a nuestro ser, como si al detenernos pudiéramos jugar a hacer lo mismo con él, por más de que lo sepamos imposible.
Hay días que las imposibilidades no parecen existir. Apenas observar nuestro reflejo sabemos que esas dieciséis o diecisiete horas que nos quedan serán vitales en nuestras vidas, puesto que todo aquello que alguna vez temimos ser incapaces de realizar, estará al alcance de nuestras posibilidades. Es el día dedicado al cambio, es ese día en el que nos sumimos en el hacer, sin observar hacia atrás, olvidando el descanso, de manera tal que puede ser ese día, o el siguiente, o el otro, y ni la más mínima curiosidad nos hace dar cuenta de ello.
Hay días en los que nos volvemos curiosos cual niños, días en los que se agolpan las preguntas en nuesta mente, que indagamos sobre todo aquello que pertenece a nuestras vidas, que observando y observando, los interrogantes se van generando, y uno intenta responderlos, aún cuando sólo se traten de preguntas incoherentes, poco provechosas, o mismo, existenciales. Como aquellas que los poetas han de realizarse al utilizar metáforas embelleciendo sus creaciones.
Hay días en los que se amanece poeta y las palabras fluyen, cual bravo torrente de un manantial, deslizándose sobre la aparente lisura del camino que el agua traza, y volviéndolo sinuoso, serpenteando las ideas sobre la suavidad del papel, embadurnando de tinta las hojas, deshaciéndose en vocablos con mayor o menor sentido, pero igual causa: Esa inspiración que surge, silenciosa y nos llama a crear. Abandonarnos en el arte, deshaciéndonos de las ataduras de la rutina, para sumergirnos únicamente en lo que él es y nos lleva a ser.
Estos últimos, son los más impredecibles, son los que pueden comenzar cuando los párpados se abren tras una noche entre imágenes subconscientes, justo cuando vas por la página ciento noventa y nueve de tus apuntes, o mismo, en medio de la noche, en aquellos momentos donde se pierde la noción de la realidad, en una especie de intercambio que se realiza, tácitamente, con aquellas inventadas, o quizá, solo con el ritmo de la música.
Una frase nace en la mente y se adueña de ella sin ningún escrúpulo. Aquella que te detiene, bruscamente, en medio del caminar, y te acerca a la birome, al papel, o al teclado.
Y entonces escribís casi sin ver, casi sin pensar, casi con locura. O más que casi, sí, con locura.
Porque la escritura es desenfreno, es derrumbar barreras, es la expresión de las profundidades más complejas de nuestro ser, en palabras.
Es dejar la propia impronta en un espacio que antes estaba vacío. Es el poder de llenar los huecos de silencio con la armonía de las verdades propias, de lo único que cada ser lleva con él en su existencia.
Escribir es posibilidad, es magia, es todo lo antes dicho junto y mucho, mucho más.
Es poder comenzar un texto hablando del día a día y los cambios que han de darse en él e irse por las ramas, finalmente, en una especie de labor introspectiva, retratando el crear mismo, volviendo a los orígenes de la propia creación para admirarlos, con total libertad (una libertad tan única como maravillosa).
Y dar cuenta de cuán bellos son.
Bellos, bellos.